Sanar la niñez de mis hermanos temporales

¿Cómo llegar a ser Familia de Acogida de una niña o niño de manera temporal? ¿Cómo aportar a su bienestar en ese camino? En Colunga queremos contar esas historias. Esta es la de la fonoaudióloga Carolina Mellado, quien poco antes de cumplir 30 años, dejó de ser hija única cuando junto a su mamá decidieron acoger a dos hermanos para evitar que fueran derivados a una residencia de protección.

“Con Manuela (7) y Gabriel (5), mis hermanos temporales (sus nombres han sido cambiados en este testimonio), nos conocimos por primera vez en noviembre de 2022, en el centro de Familias de Acogida Especializada de Temuco. Antes de llegar, con mi mamá estábamos nerviosas: yo me preguntaba cómo serían ellos, si iban a querer conversar con nosotras. Cuando llegamos, ahí estaban en una salita de juego. Les llevamos una muñeca y unos autitos de regalo. Apenas entramos, Manuela se acercó a saludarnos y nos dio un abrazo a cada una. Gabriel nos fue a saludar, pero después volvió a jugar. Era más retraído.

Después de que les entregamos los regalos, nos pusimos a jugar los cuatro y al final de la tarde nos hicieron un dibujo a cada una. Con mi mamá salimos contentas. Del uno al diez, ¡nos fue un veinte! Eran niños tiernos y cariñosos que, como todos, tenían el derecho de tener una familia que los acogiera mientras su papá, que había perdido su tuición, pero quería recuperarla, pudiese estabilizarse para volver con ellos. Mientras tanto, nosotras seríamos su familia temporal.

Manuela y Gabriel eran niños tiernos y cariñosos. Como todos, tenían el derecho de tener una familia que los acogiera mientras su papá, que había perdido su tuición, pero quería recuperarla, pudiese estabilizarse para volver con ellos. Mientras tanto, nosotras seríamos su familia temporal.

Todo había empezado una noche, siete meses antes. Como todos los días, mi mamá se instaló a ver las noticias regionales por televisión y se topó con una entrevista a Proacogida: una organización que se dedica a promover y apoyar a familias de acogida, quienes se hacen cargo del cuidado temporal de una niña, niño o adolescente, mientras su familia biológica trabaja por recuperar sus habilidades parentales. Anotó en un papelito www.acogeres.cl, el sitio web donde sugerían inscribirse, y cuando llegué me preguntó si me gustaba la idea de ofrecernos como voluntarias.

No era cualquier pregunta. Como soy hija única, siempre había soñado con tener hermanas o hermanos. No conozco a mi papá. Mi mamá fue mamá soltera. Siempre hemos sido las dos. Pero esa noche, decirle que sí no respondió solo al sueño que tenía desde niña. Desde hace un tiempo trabajo como fonoaudióloga en un colegio y he descubierto que me encanta trabajar con niños. Mi mamá, que tiene 59 años, es supervisora en una estación de servicios. La idea sonaba a algo que sería compatible con la vida de ambas. Así que le dije que sí.

Esa misma noche, cuando nos metimos a averiguar en el sitio web, nos surgieron muchas dudas: cuánto sería el tiempo de acogida, cuál sería el rango de edad de las niñas o niños que podíamos recibir, cómo lo haríamos con el tema del colegio o en caso de que se enfermara. En la página detallaban que la reunión mensual para resolver dudas sería al día siguiente, así que nos inscribimos.

Cuando nos conectamos había alrededor de 20 personas. Varias eran solteras, personas mayores, parejas con o sin hijos. La mayoría tenía la misma duda, que pronto se aclaró: la composición familiar daba lo mismo. “Puedes acoger sola, con pareja, con hijo, con perro o con gato”, dijeron Alejandra Catán y María José De Luca, voluntarias de Proacogida.

Cuando nos conectamos (a la reunión informativa sobre cómo ser familia de acogida) había alrededor de 20 personas. Varias eran solteras, personas mayores, parejas con o sin hijos. La mayoría tenía la misma duda, que pronto se aclaró: la composición familiar daba lo mismo. “Puedes acoger sola, con pareja, con hijo, con perro o con gato”, dijeron Alejandra Catán y María José De Luca, voluntarias de Proacogida.

La reunión fue motivante y cercana. En ella nos remarcaron varias cosas importantes: una de ellas, que para ser familia temporal hay que aceptar que es un proceso transitorio. También nos contaron que, si acoges, puedes pedir un postnatal de tres meses con goce de sueldo, sin importar la edad del niño o niña, y también que las niñas y niños tienen un cupo asegurado en un colegio municipal.

Ya casi cerrando la reunión, nos explicaron que el paso siguiente era elegir una sede del programa Familias de Acogida Especializada (FAE) -que depende del servicio Mejor Niñez-, quienes se encargan de llevar adelante los procesos. Como vivimos en La Araucanía, elegimos el de Temuco. Me acuerdo bien cuando en la entrevista la directora de la sede y una trabajadora social nos preguntaron si queríamos iniciar este camino. Juntas, mi mamá y yo, dijimos en alto: “Sí”.

Esa fue una de las imágenes que se me pasaron por la cabeza cuando conocimos por primera vez a Manuela y Gabriel. Ese día desde el FAE nos comentaron que cuando se fueran a vivir a nuestra casa, tendrían reuniones frecuentes con su papá en el mismo centro donde nos conocimos. Las semanas siguientes tuvimos varias reuniones con la dupla de FAE -una psicóloga y trabajadora social- que tenía a cargo decidir si éramos idóneas para acoger. En el primer encuentro hablamos de cómo cambiaría nuestra dinámica diaria. Era algo que habíamos conversado con mi mamá: ella se encargaría de la comida y las cosas domésticas, y yo de ayudarlos con las tareas e irlos a buscar al colegio.

También nos preguntaron si teníamos una red de apoyo a la que acudir en caso de que nosotras no pudiéramos estar o qué haríamos en situaciones hipotéticas como si no alcanzábamos a llegar a la casa para recibir al niño del colegio. Ahí nombramos a mis tíos y a nuestros vecinos, con quienes antes de iniciar el proceso habíamos conversado para saber si nos apoyarían una vez que llegase este niño. Porque nosotras siempre hablábamos de un niño.

Pero el 15 de noviembre, cuando nos llamaron desde el FAE para avisarnos que éramos idóneas, nos dijeron que ya tenían un caso para nosotras: no era un niño, sino dos hermanos -una niña de siete años y un pequeño de cinco-, que ya no podían estar con su familia biológica y que si no encontraban a alguien que los acogiera antes de 15 días serían derivados a una residencia de Mejor Niñez. La decisión era urgente. Nos dieron tres días para pensarlo.

Cuando nos llamaron desde el FAE para avisarnos que éramos idóneas, nos dijeron que ya tenían un caso para nosotras: no era un niño, sino dos hermanos -una niña de siete años y un pequeño de cinco-, que ya no podían estar con su familia biológica y que si no encontraban a alguien que los acogiera antes de 15 días serían derivados a una residencia de Mejor Niñez. La decisión era urgente. Nos dieron tres días para pensarlo.

Cuando nos subimos al auto, camino de vuelta a casa, con mi mamá nos quedamos mirando. No fue que dijéramos que sí altiro: ya no era una mochila, sino dos; ya no era un uniforme, eran dos; si se enfermaba uno, se enfermaban los dos. Si bien nuestro FAE nos entregaría un aporte de $110.000 al mes por cada uno, de seguro habría más gastos. Con mi mamá nos pusimos en distintos escenarios.

Es difícil ese momento donde tienes que definir qué es lo que pones al centro: tus dificultades o el bienestar de los niños. Todavía sin conocerlos, pensamos en su situación. Habían vivido en cuatro casas diferentes los últimos años: dos con su papá biológico, que había perdido la tuición de los niños hacía un tiempo, y dos con sus abuelos, que ya no podían seguir cuidándolos. El hecho de que estuvieran tan cerca de ir a una residencia nos hizo pensarlo mucho. Al mismo tiempo, teníamos susto de que tuviesen problemas conductuales. Por mi trabajo, sé lo complicado que pueden ser niños así y con mi mamá no estábamos preparadas para eso. Pero la dupla de FAE nos aseguró que, al contrario, eran más bien retraídos. Le dimos una vuelta a ver si económicamente podíamos comprometernos y también sondeamos que nuestra red de apoyo estuviese de acuerdo para estar cuando nosotras no pudiéramos. Entonces dijimos ‘ya, démosle’.

La segunda vez que nos vimos con la Manuela y Gabriel fue el día que vinieron de visita a nuestra casa. La psicóloga y la trabajadora social de FAE nos aconsejaron que les dijéramos que este iba a ser su hogar, que iban a tener su pieza y que los invitáramos libremente a conocer el espacio. La tercera vez fue el 31 de noviembre, dos semanas después de conocernos, cuando llegaron a vivir con nosotras. Les hicimos una bienvenida con pizzas y, por primera vez, compartimos los cuatro solos como una familia. Esa noche, cuando me fui a acostar me di cuenta de algo que no había procesado: ¡tenía dos hermanos!

Al poco tiempo de estar juntos nos dimos cuenta de que reaccionaban con miedo a la oscuridad: entonces nos contaron que su abuela, cuando los castigaba, los encerraba en una pieza con la luz apagada. ¿Cómo responder a esos miedos? ¿Cómo ayudarlos a sanar las heridas del pasado?

Así, hace siete meses, comenzamos nuestra nueva vida juntos. Como durante el verano no había colegio y mi mamá se tomó el postnatal, Manuela y Gabriel pasaban gran parte del día con ella. En las tardes salían a la plaza o a jugar en el pasaje con los hijos de los vecinos. Como yo llego más tarde, aprovechaba la noche para estar con ellos. Llevaban dos semanas en la casa cuando le empezaron a decir ‘mamá’ a mi mamá, y a mí, ‘hermana mayor’. Al poco tiempo de estar juntos nos dimos cuenta de que reaccionaban con miedo a la oscuridad: entonces nos contaron que su abuela, cuando los castigaba, los encerraba en una pieza con la luz apagada. ¿Cómo responder a esos miedos? ¿Cómo ayudarlos a sanar las heridas del pasado? Desde FAE nos aconsejaron siempre escucharlos, dejarlos hablar y no interrumpirlos, ni cortarles antes de tiempo sus historias, pero al mismo tiempo tener el cuidado de no preguntarles directamente sobre cosas difíciles, para no revivir dolores en ellos.

A pesar de que tenían cinco y siete años, hacía ya un tiempo que no los llevaban al colegio. No sabían leer, ni escribir y pronunciaban mal varias palabras. Con mi mamá decidimos que yo me haría cargo de ese tema y para eso, en el verano, decidí dejar momentos del día para practicar. Pero no fue fácil. Todo lo escolar les daba rabieta. La Manuela veía un cuaderno y se ponía a llorar. Eso fue una preocupación para nosotras, porque en marzo tendrían que ir al colegio.

Decidimos acercarlos de a poco. Como nuestra casa está muy cerca del colegio, cuando salíamos a pasear en el verano y pasábamos por fuera, les decía: “Acá van a estudiar en marzo”. Yo creo que ayudó, porque cuando llegó la fecha los notamos entusiasmados. Cada uno tenía sus zapatos y uniformes nuevos que les había entregado el FAE, y mis tíos les regalaron sus mochilas. El primer día los acompañamos a sus salas y saludamos a los otros papás del curso. Nuestra dupla FAE nos recomendó no contar que somos familia de acogida, para evitar que sea un tema. Hasta ahora, solo sabe la profesora jefe y la trabajadora social. En este tiempo se han hecho amigos, han ido a cumpleaños y he notado que se sienten más seguros y motivados en clases. Incluso, hace poco, a la Manuela le entregaron un diploma por buena asistencia.

Y sí, mi vida ha cambiado. Yo antes salía hasta tarde donde amigos o al centro, sin hora de llegada. En cambio ahora ando mirando el reloj. Junto a mi mamá, creo que hemos ganado muchas cosas. Llevamos siete meses viviendo con la Manuela y Gabriel y hemos podido acompañarnos como una familia. Probablemente estarán uno o dos años con nosotras. ¿Si nos da pena la idea de que en algún momento tengan que irse? La verdad, es algo que se va trabajando. Uno va entendiendo que, en vez de pensar en uno, tiene que pensar en ellos.

Cuando acoges a un niño o a una niña, les das la posibilidad de tener cariño, contención, cuidados y la oportunidad de vivir en familia mientras la suya se recupera. Y se lo das de manera cercana, algo que no ocurriría si hubieran sido enviados a una residencia. Pensar así a nosotras nos ha hecho mucho sentido. Hace siete meses recibimos a dos hermanos que le tenían miedo a la oscuridad, que no querían ir al colegio y que no sabían leer. En este tiempo veo que se han convertido en niños otra vez y es bonito ver el cambio que estamos haciendo en ellos.

Probablemente estarán uno o dos años con nosotras. ¿Si nos da pena la idea de que en algún momento tengan que irse? La verdad, es algo que se va trabajando. Uno va entendiendo que, en vez de pensar en uno, tiene que pensar en ellos.